Según la Wikipedia, la serie creada por Greg Berlanti y Marc Guggenheim, transmitida originalmente por ABC, trata sobre la vida de Eli, un tipo de mediana edad que es socio de una importante firma de abogacía de San Francisco, quien descubre que padece un aneurisma cerebral que le ocasiona constantes alucinaciones. No obstante, su acupunturista de cabecera, el "Dr. Chen", le convence que dichas alucinaciones no son tales, sino el producto de un don divino que le permite prever el futuro. Lo cierto es que ya sea por una razón u otra, sus alucinaciones le han servido a don Eli incluso para ganar no pocos juicios, tal y como ocurrió en el capítulo que viera anoche (¿Competencia desleal?... caray, pues no lo se).
Pero bueno, no es precisamente sobre la trama de la serie o sobre cuestiones de derecho de la competencia a lo que quiero referirme, sino a la situación planteada en el capítulo que en lugar de hacer que las ovejas saltaran la cerca, consiguió poco más y que se fueran de marcha.
El asunto, hasta donde pude entender, era más o menos el siguiente:
Jordan Wethersby (Victor Garber), socio fundador y director de la firma en la cual trabaja nuestro Nostradamus enlatado, era parte de un juicio mediante el cual se le pretendía declarar algo así como interdicto. ¿La razón?, su decisión, aparentemente intempestiva, de rescindir los contratos de casi la mitad de la clientela corporativa a quien su firma asesoraba; la misma que según sus demandantes -los otros dos socios fundadores de su empresa-, no podía tener otro origen que el síndrome de estrés post traumático del que era víctima Mr. Wethersby como consecuencia de un reciente accidente.
Si bien quienes hacen el guión de la serie se esforzaron por dejar en la teleaudiencia algo de buen sabor en la boca, haciendo que la Jueza de conocimiento negara la pretensión de los demandantes, permitiéndole al demandado conservar su estatus de cuerdo, sus privilegios de dirección fueron retirados por voluntad de la junta de socios de la firma, por lo que a Mr. Wethersby no le quedó más opción que hacerse a un lado y tomar la decisión de montar rancho aparte con sus remozadas esperanzas.
¿Remozadas esperanzas?, y si, pues a todas estas todavía no les he contado cuáles fueron las razones de Mr. Wethersby para rescindir unilateralmente los vínculos jurídicos que ligaban a su firma con una parte de su clientela. ¡Vea pues!, todo resultó ser que al fulano le pareció que esa clientela ¡andaba cojeando en asuntos de responsabilidad social!
(¡Wow!... ¡¿Y eso se dice en la tele de Estados Unidos?!).
Según el propio Mr. Wethersby, no hacía poco tiempo que venía cabilando su decisión, la misma a la que llegó luego de recordar los motivos y las razones que lo impulsaron a él y a sus dos socios originarios a constituir su firma de abogacía: servir al bienestar de la comunidad y honrar la verdad.
(En serio... ¡¿Eso se dice en la tele de Estados Unidos?!).
Sin embargo, como también lo dijera el señor dobleú, en alguna parte del camino el rumbo se perdió, y a sus nobles intenciones se antepusieron los compromisos, el interés personal y la ambición por el dinero.
(Ya no lo voy a repetir, pero la pregunta sigue siendo la misma, aunque la admiración va in crescendo).
Todo esto para terminar deteniéndome en un par de preguntas que desde ayer vienen dándome vuelta por la cabeza: ¿Cómo se puede calificar el comportamiento de Mr. Wethersby?, ¿acaso se trata de un abogado socialmente responsable?
Uno de los ámbitos de aplicación de la RSC tiene que ver justamente con la relación que el empresariado mantiene con su clientela y usuariado, en la cual, lo que se propone desde la teoría, es el ejercicio de una injerencia activa a cargo de una y otra parte. En ese orden, el sentido de responsabilidad social de Mr. Wethersby lo llevó a concluir, que no podía mantener relaciones comerciales con empresas que desconocieran la suya propia (como el ejemplo propuesto en el capítulo de la empresa que pagaba salarios injustos a su personal en Sri Lanka).
Y es que... a todas estas, ¿tenemos quienes practicamos la abogacía preparación para asumir como propia la responsabilidad social, para entender que nuestro ejercicio profesional no debiera anteponer el interés empresarial a los derechos más fundamentales de las personas y al bienestar colectivo de una sociedad? Más allá todavía: ¿tenemos quienes practicamos la abogacía preparación para asumir la Responsabilidad Social como un principio orientador de las relaciones jurídicas empresariales y transmitirlo así a nuestra clientela corporativa?... Difícil respuesta. Por ahora la fantasía lleva la delantera.
No puedo negar que la numerosa competencia puede hacer que la realidad sea y permanezca del otro lado de la sala de audiencias en que hubo de sentarse Mr. Wethersby, pero como él mismo lo dijera, no se pierde nada con honrar esa nobleza propia de la novel abogacía, esa nuestra parte tonta, nuestro verdadero yo.