Por Carlos Javier Delgado León. En un día como hoy, pero hace sesenta años, la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó y proclamó la Declaración Universal de los Derechos Humanos, un logro colectivo en la búsqueda del reconocimiento jurídico de nuestros derechos más fundamentales; algo que históricamente les fue sistemáticamente esquivo.
No obstante, la cotidianidad nos aterriza bruscamente y nos hace caer en la cuenta de que la realidad es otra: que el valor de la dignidad humana intrínseca en que se fundamenta la Declaración, parece un beneficio exclusivo sólo para algunas personas, y que la familia humana en realidad no lo es tanto. Sin embargo, no podemos -por más que lo queramos-, negar el valor cuando menos simbólico que representa la Declaración.
Que sea esta una oportunidad para recordar también a todas y todos cuantos fallecieron víctimas de la intolerancia y la violencia, buscando hacer de este, nuestro país... nuestro mundo, un lugar donde la libertad, la justicia y la paz, dejaran de ser discurso, para volverse techo, lecho, educación, salud y pan.
Los dejo con el canto final de la Cantata de los Derechos Humanos (Caín y Abel), compuesta en Chile en 1978.
No obstante, la cotidianidad nos aterriza bruscamente y nos hace caer en la cuenta de que la realidad es otra: que el valor de la dignidad humana intrínseca en que se fundamenta la Declaración, parece un beneficio exclusivo sólo para algunas personas, y que la familia humana en realidad no lo es tanto. Sin embargo, no podemos -por más que lo queramos-, negar el valor cuando menos simbólico que representa la Declaración.
Que sea esta una oportunidad para recordar también a todas y todos cuantos fallecieron víctimas de la intolerancia y la violencia, buscando hacer de este, nuestro país... nuestro mundo, un lugar donde la libertad, la justicia y la paz, dejaran de ser discurso, para volverse techo, lecho, educación, salud y pan.
Los dejo con el canto final de la Cantata de los Derechos Humanos (Caín y Abel), compuesta en Chile en 1978.
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